
Murio Mamerto Menapace, sembrador de Evangelio con alma de pueblo
Monje benedictino y escritor entrañable, conocido por su estilo sencillo y profundo al transmitir el Evangelio. Su palabra cercana y su legado espiritual seguirán iluminando corazones.
Hay hombres cuya vida no hace ruido, pero deja eco. Mamerto Menapace fue uno de ellos. Hoy, en silencio y con la paz que marcó cada paso suyo, ha regresado a la casa del Padre.
Murió a los 83 años, en Junín, luego de ser trasladado desde el Monasterio Santa María de Los Toldos, su casa durante más de setenta años. Allí vivió, oró, escribió y acompañó. Allí será también sepultado, según la tradición benedictina, como un monje entre los suyos.
Nació el 24 de enero de 1942 en Malabrigo, en el corazón del chaco-santafesino. Aún niño, ingresó al monasterio. Desde entonces, su vida fue un largo camino de fidelidad sencilla. Fue abad, escritor, predicador. Pero sobre todo, fue un hombre de Dios con palabra clara y corazón abierto.
Mamerto no eligió los púlpitos ni las grandes tribunas. Eligió los cuentos. Los mates compartidos. Las historias del Evangelio contadas como quien charla en la ronda de un fogón. Su voz —campechana, cercana, honda— se volvió familiar para miles. No imponía: invitaba. No señalaba: abrazaba.
Su obra, que supera los cuarenta libros, está impregnada de campo, de tierra, de pueblo. Salmos criollos, La sal de la tierra, Puro cuento, Catequesis yerbiadas… En todos ellos, la Palabra se hizo sencilla, y por eso se hizo fecunda. Su estilo fue único: un místico con poncho, un monje que hablaba como vecino, un testigo que sonreía.
Quienes lo conocieron saben que Mamerto no hablaba de Dios: hablaba con Dios. Y en ese diálogo transparente, entraban todos. Lo leyeron en escuelas, lo escucharon en radios, lo buscaron para un retiro o una palabra de consuelo. En todos lados dejó una semilla.
Hoy, esa semilla queda en nosotros. Su partida nos duele, pero no nos deja huérfanos. Mamerto se fue como vivió: en silencio, con humildad, sin protagonismos. Y, sin embargo, su ausencia se siente como la de alguien que nunca quiso brillar, pero alumbró.
En tiempos de ruido, su vida fue oración. En tiempos de división, su palabra fue puente. En tiempos de prisa, él nos enseñó a esperar, a escuchar, a confiar.
Descansa, hermano Mamerto. La tierra que tanto amaste hoy te recibe como semilla. El cielo celebra tu llegada con mate y canto. Y aquí quedamos nosotros, tus lectores, tus hermanos, tus amigos, agradecidos por el regalo de tu vida.